Oh, Sangre y Agua que brotaste del Corazón de Jesús, manantial de misericordia para nosotros, en Ti confío. (Diario de Santa Faustina 187)

jueves, 6 de octubre de 2011

San Antonio de Padua y los peces




SAN ANTONIO DE PADUA Y LOS PECES

Contemporáneamente a San Francisco, el Señor suscitó en el dilecto discípulo del Pobrecillo, San Antonio, un poderoso e incansable predicador para su pueblo. La Palabra fluía de la boca del Santo con la transparencia del agua, con la dulzura de la miel, con la agudeza de una espada de dos filos. A pesar de todo, muchas veces los hombres despreciaban y se reían de la prédica del Santo, volviéndose indignos de recibir la palabra de Dios.
Sucedió una vez, en las cercanías de Padua, que un grupo de hombres rechazaba con sornas y burlas la predicación de San Antonio; éste, viendo el río, consideró que valía más la pena predicar a los peces que a estos hombres de corazón tan duro, recordando además que nadie aún había anunciado la Palabra a esos animalitos de Dios. El Santo se dirigió a la orilla del río y desde allí, con gran fervor de espíritu comenzó a predicarles, enumerando todos los bienes que Dios les había concedido: cómo los había creado, cómo les había dado la pureza de las aguas, cuánta libertad les había donado y cómo los alimentaba sin que tuvieran que trabajar.
Los peces comenzaron a acercarse y amontonarse cerca del predicador, sacando fuera del agua la parte superior de sus cuerpos, abrían sus bocas, y miraban atentamente al Santo. Lo escucharon con gran devoción, ninguno se movió hasta que la predicación terminó, y no se alejaron hasta no haber recibido la bendición. Después se dispersaron dando grandes saltos de alegría sobre la superficie del agua.
Y fue así que los humildes peces, despreciados por hombres y animales por su extrema simplicidad, enseñaron a los soberbios cómo acoger la palabra de Dios. Quedó demostrado una vez más que la necedad de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres; que la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza de los hombres; que la simplicidad de Dios es más sagaz que la astucia de los hombres.
Ante semejante prodigio el Santo exclamó en alabanza diciendo: «¡Ho humildad! ¡Estrella refulgente que ilumina la noche y que guía hasta el puerto! Llama relumbrante que muestra el rey de los reyes, el cual nos dice: “Aprendan de mí que soy manso y de corazón humilde” (Mt 11,29). Quien carece de esta estrella es un ciego que camina a tientas y su nave choca contra las tempestades y él será arrastrado por las olas».
Dice además el Santo: «En la tierra de la humildad del corazón, crece el justo: cuando disminuye en sí mismo, entonces Dios crece en él. Por eso Isaías afirma: “El más pequeño será un millar, el más chiquito, una nación poderosa” (Is 60,22). Entonces, cuando tú te humillas, Dios se exalta en ti, porque te hace elevar sobre todo lo que es vanidad y aflicción de espíritu».

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